Lo que sucedió con esta máscara fue algo con lo que todo diseñador sueña pero que pocos consiguen: que gustara tanto que todo el mundo quisiera una. Ninguna clase social era inmune a sus encantos. Príncipes que por unas horas podían hacerse pasar por ciudadanos anónimos; pobres que, irreconocibles bajo una capa, alternaban con la flor y nata de la alta sociedad; y damas que, una vez escondidos sus encantos, disfrutaban a sus anchas de placeres normalmente reservados a los hombres. Ricos, pobres, miembros de la Inquisición (a los que en Venecia no debía de faltar trabajo) y mujeres de toda clase, iguales y protegidos de la ley y sus represalias y sobre todo de las habladurías.